¿Escraches o Agresiones?
Hace unos días, cuando se autorizó a los integrantes del movimiento Con Mis Hijos no te Metas a protestar dentro de la Plaza Bolívar, normalmente cerrada al público, el congresista Alberto De Belaúnde señaló que el mismo tratamiento debería tener la Marcha del Orgullo LGBTI que se realizará el próximo 29 de junio.
El jueves pasado, cuando caminaba por el jirón Junín, a De Belaúnde le tocó enfrentar la respuesta, pues fue agredido por los integrantes de Con Mis Hijos no te Metas. Él estaba por cruzar la avenida Abancay, rumbo a su oficina, cuando sorpresivamente lo rodeó una turba, que empezó a gritar insultos contra él. La turba, compuesta en su mayoría por mujeres, había planificado su acción: filmaban la escena y tenían varias banderolas que colocaban detrás del congresista.
Algunas personas me comentaron que a De Belaúnde le estaban haciendo un escrache, aunque a mí el incidente me recordaba mas bien las humillaciones que, en los años cincuenta y sesenta sufrieron los primeras estudiantes afroamericanos que acudieron a colegios y universidades anteriormente reservados para blancos en los Estados Unidos.
Escraches o funas es el nombre de las protestas que se desarrollaron en Chile y Argentina contra los militares responsables de violaciones de derechos humanos que gozaban de impunidad. Los escrachadores aparecían de manera inesperada frente a la casa del escrachado, en el restaurante donde almorzaba o hasta en una reunión familiar, gritando su nombre y sus crímenes.
El escrache se diferencia de otras formas de protesta porque se concentra en un individuo. Aunque el sujeto representa un determinado crimen que otros pueden haber cometido, lo que se busca con el escrache es originar una humillación individual. En los últimos años, se ha realizado también en algunos países irrumpiendo en las misas oficiadas por sacerdotes pedófilos o por obispos acusados de encubrimiento.
Los escraches buscan interferir con la vida cotidiana de la persona y se producen sin mayor anuncio, con la finalidad de generar que el escrachado sienta inseguridad dentro de su propio entorno. La justificación, frente a la humillación que generan en las personas escrachadas, es que éstas cometieron crímenes gravísimos.
Algunas personas, curiosamente, creen que yo introduje los escraches al Perú, recordando las protestas antirracistas frente a Frecuencia Latina, Saga Falabella o Canal Plus. Sin embargo, esas protestas no eran escraches porque no estaban dirigidas hacia ningún individuo en particular, sino hacia las políticas de algunas empresas. En la mayoría de casos, además, las protestas han tenido un carácter más lúdico como Empleada Audaz, en las playas de Asia o Cuerazos Peruanos, en las puertas de Saga y Ripley. Al hacer la protesta divertida, era muy difícil que las mismas empresas cuestionadas se sintieran “humilladas”.
Respecto al escrache, considero que es un mecanismo muy peligroso, cuyas características lo hacen parecido a los actos de hostigamiento que a lo largo de la historia han sufrido los integrantes de grupos discriminados o los disidentes políticos (herejes, judíos, inmigrantes, “brujas”, etc). Nunca he participado en uno y solamente entendería que se realizase como último recurso frente a graves y comprobadas violaciones de los derechos humanos.
En la actualidad, los escraches vienen precedidos por una versión previa en las redes sociales, donde se denuncia, juzga y condena a las personas, muchas veces sin prueba alguna. A veces, los escraches ponen en riesgo la vida de la persona: en abril, una candidata a la alcaldía de Madrid, Begoña Villacís, fue escrachada durante la Feria de San Isidro, pese a que estaba a dos días de dar a luz. El año pasado, en Argentina, Agustín Muñoz se suicidó después que en un escrache corearon su nombre, acusándolo de agredir sexualmente a una menor de edad.
Muchos escraches se han convertido simplemente en formas de agresión en grupo hacia una persona en situación de indefensión. El que pueda existir un móvil político o alguna intención moralizante no hace menos culpables a quienes participan en estas prácticas. Eso es lo que pienso de la agresión sufrida por Alberto De Belaúnde y puedo decir lo mismo frente a lo que me ocurrió hace exactamente un mes, cuando una turba con el rostro cubierto irrumpió en mi clase, lanzando insultos en mi contra. Probablemente, ambas turbas se considerarían acérrimas enemigas entre sí, pero actuaban de la misma manera.
Décadas después del hostigamiento contra los estudiantes afroamericanos, varias personas que participaron sienten vergüenza e inclusive han buscado a sus víctimas para pedirles perdón. Me pregunto si alguna vez sucederá lo mismo con quienes realizan escraches violentos en estos tiempos llevados por lo que se dice en las redes sociales, sin comprobar nada. Me pregunto si alguna vez comprenderán que no existió ninguna “justa causa” para hostigar a Alberto De Belaúnde, a José Ignacio Palma, a Agustín Muñoz, a Begoña Villacís, a mí y a muchos otros.