RP 288: "¡Piratea y Difunde"
En los años ochenta, muchos limeños no sabían quién era Luigi Bruzzone, aunque su labor de difusión cultural contribuía a que pudieran sobrellevar aquellos tiempos difíciles: Luigi dirigía la filmoteca del Colegio Raimondi, el lugar donde, por un módico precio, pude ver Zeta, Nos Habíamos Amado Tanto, El Acorazado Potemkin y tantas otras películas inolvidables.
Un buen día, Luigi regresó a Italia y nadie continuó su labor en el Raimondi. Años después, la Filmoteca de Lima fue adquirida por el Centro Cultural de la Católica, que sólo esporádicamente difunde ese admirable patrimonio. En Pueblo Libre, cerró también el cine club Melies, que funcionaba en la YMCA. Allí vi Rashomon, El Nacimiento de una Nación y varios buenísimos ciclos de Hitchcock.
¿Qué hacen ahora los cinéfilos ansiosos de ver a Griffiths o Kurosawa? Los buscan en algún puesto especializado en piratería. Allí se pueden encontrar también películas europeas o aquellas producciones de Hollywood que son de tan buena calidad, que las distribuidoras se niegan a exhibirlas en los multicines que ahora existen en Lima y otras ciudades.
Sean obras maestras o estrenos de moda, la mayoría de peruanos solamente adquiere películas mediante la piratería. También quienes cada año regresan al Perú para Navidad aprovechan para comprar todos los videos piratas que pueden.
Es verdad que todas estas adquisiciones vulneran el derecho a la propiedad intelectual, pero también es cierto que éste no es un derecho absoluto. Hace varios años, por ejemplo, los gobiernos de Sudáfrica y Brasil decidieron enfrentar el VIH mediante medicinas genéricas, a costa de los derechos intelectuales de los grandes laboratorios, que fijaban precios elevadísimos a sus productos. Gracias a esta decisión, imitada en otros países, muchas personas pueden llevar una vida digna.
Los productos piratas que muchos peruanos adquieren, también permiten satisfacer determinadas necesidades o derechos. “Gracias a la piratería miles de personas tienen acceso a información y educación”, me dice un sociólogo, que no siente ningún problema moral en adquirir para sus hijos videos educativos. “Si no fuera por la piratería, sería imposible que mis hijos manejaran bien el inglés”, me dice otro amigo, profesor en un colegio particular. “Todos mis libros de la universidad eran piratas”, recuerda un médico. “Con lo que me pagan no podría comprar ninguno de estos libros”, me enseña su biblioteca un abogado dedicado a defender campesinos.
Podríamos preguntarnos también cuál es la opción moralmente válida para un padre de familia de escasos recursos económicos: ¿los derechos intelectuales de la Warner Brothers o el derecho a la educación, la información o el entretenimiento para sus hijos? ¿Cuál es la opción para un colegio estatal o una parroquia que desean proporcionar entretenimiento sano a niños o jóvenes? ¿O para quien desea distraer a un familiar que por motivos de salud no puede ir a un cine?
En el Perú se acusa a la piratería de disminuir los recursos fiscales, porque no paga impuestos. Habría que preguntarse si a los ciudadanos inquieta mucho una pérdida de recursos que normalmente no se invierte en satisfacer sus necesidades básicas.
Algunos consideran a la piratería una especie de Robin Hood contemporáneo, porque ayuda a muchas personas pobres, a costa de los ingresos de las transnacionales. Sin embargo, las transnacionales no pierden nada: quien compra un video pirata jamás pagaría el precio de un video original.
En cuanto a los libros originales, también algunos precios parecen una inducción a la piratería. El año pasado, después de ver emocionado la película ganadora del Oscar ¿Quién quiere ser millonario?, me entusiasmó encontrar la novela en una librería… a 160 soles. Parecía que sólo un millonario podría pagar ese precio.
Hay quienes me preguntan qué sentiría si algún vendedor de libros piratas pretendiera ofrecerme El Nuevo Mundo de Almudena. No lo sé. Quizás pensaría que más personas podrán conocer las peripecias de José Manuel. De hecho, fuera de Lima varios periódicos publican las RP sin que yo me entere ni cómo las consiguen.
Aceptando esta realidad, Jorge Miyagui ha titulado uno de sus irreverentes cuadros “Piratea y Difunde”. En realidad, la industria piratera puede difundir obras culturales más allá de los límites de las barreras económicas o geográficas, llegando a ciudades donde no hay cines ni librerías. En realidad, en casi todo el Perú, ni siquiera hay donde comprar videos originales.
Además, el Perú es el único país de la región donde está prohibido a una biblioteca prestar videos al público, por un extraño artículo de la Ley de Derechos de Autor (D. L. 822, artículo 43, inciso f), lo cual genera que hace muy difícil que puedan ser difundidas las grandes colecciones de video que algunas universidades y centros de investigación tienen.
Hace cuatro años escribí: “Para alguien como yo, todavía fiel al embrujo de la pantalla grande, sería muy triste que algunas decisiones comerciales terminaran convirtiendo a la piratería en la única opción de hacer valer el derecho a la cultura” (RP 70).
Gracias al CAFAE de la avenida Arequipa, el Centro Peruano Japonés, el Centro Cultural de España, la Alianza Francesa o la Universidad de Lima, que ofrecen excelentes películas sin cobrar un céntimo, en Lima ese momento no ha llegado. En otros lugares del país, hace mucho que ese momento llegó.